Ya tiene nombre: El soldado Charlie. Fue encontrado en la sierra de la Fatarella, en el antiguo frente del Ebro y se sabe muy poco de él. Ni su nombre, ni su nacionalidad, aunque probablemente fuera extranjero, como la mayoría de los quinientos compañeros que murieron en su totalidad, mientras permitieron la retirada de los otros veinticinco mil soldados. Un trozo de metralla seccionó en dos su fémur derecho, le arrancó una mano y tenía, alojados en su caja torácica, nueve trozos de metal, cayendo en la propia trinchera desde la que había estado disparando. No es un asesinado, un “paseado” o una víctima de represión alguna, no, se trata de un muerto en acción bélica, pero también de unos restos de los que ignoramos casi todo, como su nombre o su nacionalidad. Tampoco fue reivindicada su memoria, habiendo permanecido enterrado en el olvido los últimos setenta y tantos años.
Las guerras son crueles y absurdas, todas ellas, sin excepción; reivindicar la razón desde uno de los bandos, décadas después de haber finalizado la contienda, es absurdo. Los años oscuros de nuestra historia más reciente nunca pueden ser motivo de orgullo para los españoles, pero desempolvar los esqueletos puede resultar pernicioso para la salud social, sin ofrecer otra recompensa que el revanchismo, más o menos disimulado. El soldado Charlie no era ni español, pero luchó por una causa en la que creía, y le costó la vida. Nadie reclamó los restos del muchacho, y el montón de huesos encontrado en el antiguo frente del Ebro no será causa de disputa alguna, aunque nos sirva a todos para la reflexión sobre lo que nunca puede volver a suceder jamás. Así de simple.
Las dos caras de la verdad 
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